INSTRUMENTUM LABORIS
Prólogo
«Que el Dios de la
paciencia y del consuelo os conceda tener entre vosotros los mismos
sentimientos, según Cristo Jesús; de este modo, unánimes, a una voz,
glorificaréis al Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo» (Rom 15, 5-6).
El viaje hasta ahora
1.
El Pueblo de Dios se ha puesto en camino desde que el Papa Francisco convocó a
toda la Iglesia en Sínodo el 10 de octubre de 2021. Partiendo de los contextos
y ámbitos vitales, las Iglesias locales de todo el mundo pusieron en marcha la
consulta al Pueblo de Dios, a partir de la pregunta básica formulada en el n. 2
del DP: «¿cómo se realiza hoy, a diversos niveles
(desde el local al universal), ese “caminar juntos” que permite a la Iglesia
anunciar el Evangelio, de acuerdo con la misión que le fue confiada; y qué
pasos el Espíritu nos invita a dar para crecer como Iglesia sinodal?». Los frutos de la consulta se recogieron a
nivel diocesano y después se resumieron y enviaron a los Sínodos de las
Iglesias Orientales Católicas y a las Conferencias episcopales. Estas, a su
vez, redactaron una síntesis que se remitió a la Secretaría General del Sínodo.
2.
A partir de la lectura y el análisis de los documentos así recogidos, se
redactó el DEC, al servicio de
una etapa que representa una novedad en el proceso sinodal en curso. El DEC se
restituyó a las Iglesias locales de todo el mundo, invitándolas a cotejarlo,
para después reunirse y dialogar en las siete Asambleas continentales, mientras
proseguían también los trabajos del Sínodo Digital. El objetivo era centrarse
en las intuiciones y tensiones que resuenan con más fuerza en la experiencia de
la Iglesia en cada continente, e identificar aquellas que, desde la perspectiva
de cada continente, representan las prioridades que deben abordarse en la
Primera Sesión de la Asamblea sinodal (octubre de 2023).
3.
Sobre la base de todo el material
recogido durante la fase de escucha, y en particular de los Documentos finales
de las Asambleas continentales, se
ha redactado el presente IL. Su publicación cierra la primera fase del
Sínodo «Por una
Iglesia sinodal: comunión, participación, misión», y abre la segunda, articulada en las dos sesiones[1]
en las que tendrá lugar la XVI Asamblea General Ordinaria del Sínodo de los
Obispos (octubre de 2023 y de 2024). Su objetivo será impulsar el proceso y
encarnarlo en la vida ordinaria de la Iglesia, identificando las líneas sobre
las que el Espíritu nos invita a caminar con mayor decisión como Pueblo de
Dios. Caminar juntos como Pueblo de Dios, en fidelidad a la misión que el Señor
ha confiado a la Iglesia, es el don y el fruto que pedimos para la próxima
Asamblea. En efecto, la finalidad del proceso sinodal «no es producir documentos, sino
abrir horizontes de esperanza para el cumplimiento de la misión de la Iglesia» (DEC n. 6).
4.
El camino recorrido hasta ahora, y en
particular la etapa continental, ha permitido también identificar y compartir
las peculiaridades de las situaciones que vive la Iglesia en las diferentes
regiones del mundo: de las excesivas guerras que tiñen de sangre nuestro
planeta y exigen un renovado compromiso para la construcción de una paz justa,
a la amenaza que representa el cambio climático con la consiguiente prioridad
del cuidado de la casa común; de un sistema económico que produce explotación,
desigualdad y “descarte”, a la presión uniformadora del colonialismo cultural
que aplasta a las minorías; de la experiencia de sufrir persecución hasta el
martirio, a una emigración que vacía progresivamente las comunidades,
amenazando su propia supervivencia; del creciente pluralismo cultural que marca
hoy todo el planeta, a la experiencia de comunidades cristianas que representan
minorías dispersas dentro del país en el que viven, hasta la experiencia de
enfrentarse a una secularización cada vez más intensa, y a veces agresiva, que
parece considerar irrelevante la experiencia religiosa, pero que no deja de
tener sed de la Buena Nueva del Evangelio. En muchas regiones, las Iglesias
están profundamente afectadas por la crisis de los abusos sexuales, de poder y
de conciencia, económicos e institucionales. Se trata de heridas abiertas,
cuyas consecuencias aún no se han abordado plenamente. Además de pedir perdón a
las víctimas del sufrimiento causado, la Iglesia debe unirse al creciente
compromiso de conversión y reforma para evitar que situaciones similares se
repitan en el futuro.
5.
En este contexto, variado, pero con rasgos comunes a nivel mundial, se ha
desarrollado todo el proceso sinodal. También a la Asamblea sinodal se le
pedirá una escucha profunda de las situaciones en las que la Iglesia vive y
realiza su misión: sólo cuando resuena en un contexto específico se concreta la
cuestión de fondo antes recordada y se hace evidente la urgencia misionera. Lo
que está en juego es la capacidad de anunciar el Evangelio caminando junto a
los hombres y mujeres de nuestro tiempo, allí donde se encuentren, y la
práctica de la catolicidad vivida caminando junto a las Iglesias que viven en
condiciones de particular sufrimiento (cf. LG 23).
6.
Llegamos a la Asamblea sinodal cargados con los frutos recogidos durante la
fase de escucha. En primer lugar, hemos experimentado que el encuentro sincero y cordial entre hermanos y hermanas en la fe es
fuente de alegría: ¡encontrarnos es encontrar al Señor que está en medio de
nosotros! Luego hemos podido tocar con nuestras propias manos la
catolicidad de la Iglesia, que, en las diferencias de edad, sexo y condición
social, manifiesta una extraordinaria riqueza de carismas y vocaciones
eclesiales, y guarda un tesoro de diversidad de lenguas, culturas, expresiones
litúrgicas y tradiciones teológicas. Representan el don que cada Iglesia local
ofrece a todas las demás (cf. LG 13) y el dinamismo sinodal es un modo de
relacionarlas y potenciarlas sin anularlas en la uniformidad. Del mismo modo,
hemos descubierto que, incluso en la variedad de formas en que se experimenta y
se entiende la sinodalidad en las distintas partes del mundo, a partir de la
herencia común de la Tradición apostólica, hay cuestiones compartidas:
discernir cuál es el nivel más apropiado para abordar cada una de ellas es
parte del desafío. Igualmente se comparten ciertas tensiones. No debemos
asustarnos de ellas, ni tratar de resolverlas a toda costa, sino comprometernos
en un discernimiento sinodal constante: sólo así las tensiones podrán
convertirse en fuentes de energía y no caer en polarizaciones destructivas.
7.
La primera fase ha renovado nuestra conciencia de que llegar a ser una Iglesia cada vez más sinodal manifiesta
nuestra identidad y vocación: caminar juntos, es decir, hacer sínodo, es el
modo para llegar a ser verdaderamente discípulos y amigos de aquel Maestro y
Señor que dijo de sí mismo «Yo soy el camino» (Jn 14, 6). Esto constituye también hoy un
deseo profundo: habiéndolo experimentado como un don, queremos seguir
haciéndolo, conscientes de que este camino culminará en el último día, cuando,
por la gracia de Dios, entraremos a formar parte de esa muchedumbre que el libro
del Apocalipsis describe así: «Después de esto vi una
muchedumbre inmensa, que nadie podría contar, de todas las naciones, razas,
pueblos y lenguas, de pie delante del trono y delante del Cordero, vestidos con
vestiduras blancas y con palmas en sus manos. Y gritan con voz potente: “¡La
victoria es de nuestro Dios, que está sentado en el trono, y del Cordero!”» (Ap 7, 9-10). Este texto nos ofrece la
imagen de una Iglesia en la que reina una comunión perfecta entre todas las
diferencias que la componen, que se mantienen y se unen en la única misión que
quedará por cumplir: participar en la liturgia de alabanza que todas las
criaturas elevan al Padre por medio de Cristo en la unidad del Espíritu Santo.
8.
A la intercesión de estas hermanas y estos hermanos, que viven ya la plena
comunión de los santos (cf. LG 50), y especialmente a la de Aquella que es
primicia de ellos (cf. LG 63), María Madre de la Iglesia, confiamos los
trabajos de la Asamblea y la continuación de nuestro empeño por una Iglesia
sinodal. Pedimos que la Asamblea sea un momento de efusión del Espíritu, pero,
más aún, que la gracia nos acompañe
cuando llegue el momento de actualizar sus frutos en la vida cotidiana de las
comunidades cristianas del mundo entero.
Una herramienta de trabajo para la segunda fase del
proceso sinodal
9.
Las novedades que marcan el Sínodo 2021-2024 no pueden sino reflejarse también
en el valor y la dinámica de la Asamblea sinodal y, por tanto, en la estructura
del IL que está a su servicio. En particular, la larga y articulada fase de
escucha ha llevado ya a la preparación de una multiplicidad de documentos, que
han establecido una circulación comunicativa entre las Iglesias locales y entre
estas y la Secretaría General del Sínodo: DP, síntesis de las Iglesias locales,
DEC y Documentos finales de las Asambleas continentales. El presente IL no
anula ni absorbe toda esta riqueza, sino que se enraíza en ella y remite
continuamente a ella: también en la preparación de la Asamblea, se invita a los miembros del Sínodo a tener
presentes los documentos anteriores, especialmente el DEC y los Documentos finales
de las Asambleas continentales, así como el del Sínodo Digital, como
instrumentos para su discernimiento. En particular, los Documentos finales de las Asambleas continentales resultan
preciosos para no perder la concreción de los diferentes contextos y los
desafíos que cada uno de ellos plantea: el trabajo común de la Asamblea sinodal
no puede prescindir de ellos. También pueden ser de ayuda los numerosos
recursos recogidos en la sección especial de la web del Sínodo 2021-2024,
<www.synod.va>, en particular la constitución apostólica Episcopalis communio y los dos
documentos de la Comisión Teológica Internacional, La sinodalidad en la vida y en la misión de la Iglesia (2018) y El
sensus fidei en la vida de la Iglesia (2014).
10.
Dada la abundancia de material ya disponible, el IL pretende ser una ayuda
práctica para el desarrollo de la Asamblea Sinodal de octubre de 2023 y, por
tanto, para su preparación. Con más razón vale para el IL aquello que ya
describía la naturaleza de la DEC: «no es un documento del
Magisterio de la Iglesia, ni el informe de una encuesta sociológica; no ofrece
la formulación de indicaciones operativas, de metas y objetivos, ni la
elaboración completa de una visión teológica» (n. 8). No podría ser de otro modo, ya que el IL forma parte de un
proceso que aún no ha terminado. En comparación con el DEC, da un paso más:
partiendo de las percepciones recogidas durante la primera fase y especialmente
del trabajo de las Asambleas continentales, articula algunas de las prioridades surgidas de la escucha al Pueblo de
Dios, pero no como afirmaciones o toma de posturas. Por el contrario, las
expresa como preguntas dirigidas a la
Asamblea sinodal, que tendrá la tarea de discernir e identificar algunos
pasos concretos para seguir creciendo como Iglesia sinodal, pasos que luego
someterá al Santo Padre. Sólo entonces se completará esa particular dinámica de
escucha en la que «cada uno tiene algo que
aprender. Pueblo fiel, Colegio episcopal, Obispo de Roma: uno en escucha de los
otros; y todos en escucha del Espíritu Santo, el “Espíritu de verdad” (Jn 14,
17), para saber lo que Él “dice a las Iglesias” (Ap 2,7)» [2]. Desde este punto de vista,
está claro por qué el IL no puede entenderse como un primer borrador del
Documento Final de la Asamblea sinodal, que habrá de ser corregido o enmendado,
aunque esboza una primera comprensión del carácter sinodal de la Iglesia a
partir de la cual se puede hacer un discernimiento ulterior. De igual forma,
resulta evidente que los principales destinatarios del IL son los miembros de
la Asamblea sinodal y que se hace público no sólo en aras de la transparencia,
sino también como subsidio para la puesta en marcha de iniciativas eclesiales.
En particular, puede favorecer la participación en la dinámica sinodal a nivel
local y regional, a la espera de que los resultados de la Asamblea de octubre
aporten posteriores elementos de autoridad sobre los que las Iglesias locales
serán llamadas a orar, reflexionar, actuar y contribuir con sus propias
aportaciones.
11.
Las preguntas que plantea el IL son expresión de la riqueza del proceso del que
han surgido: están cargadas con los nombres y rostros de los que han
participado, testimonian la experiencia de fe del Pueblo de Dios y llevan, por
tanto, la impronta de un significado trascendente. Desde este punto de vista,
indican un horizonte e invitan a dar confiadamente nuevos pasos para
profundizar en la práctica de la dimensión sinodal de la Iglesia. De la primera fase surge la conciencia de
la necesidad de tomar la Iglesia local como punto de referencia privilegiado[3],
como lugar teológico donde los bautizados experimentan concretamente el caminar
juntos. Esto, sin embargo, no conduce a un repliegue: ninguna Iglesia
local, en efecto, puede vivir al margen de las relaciones que la unen a todas
las demás, incluidas aquellas, muy especiales, con la Iglesia de Roma, a la que
se confía el servicio de la unidad a través del ministerio de su Pastor, que ha
convocado a toda la Iglesia en Sínodo.
12.
Esta atención a las Iglesias locales exige tener en cuenta su variedad y
diversidad de culturas, lenguas y modos de expresión. En particular, las mismas
palabras -se puede pensar, por ejemplo, en autoridad o liderazgo- pueden tener
resonancias y connotaciones muy diferentes en las distintas áreas lingüísticas
y culturales, sobre todo cuando, en algunos lugares, un término se asocia a
planteamientos teóricos o ideológicos precisos. El IL se esfuerza por evitar el
lenguaje divisivo con la esperanza de ayudar a un mejor entendimiento entre los
miembros de la Asamblea del Sínodo, que proceden de diferentes regiones o
tradiciones. La referencia compartida no puede ser otra que la visión del
Vaticano II, a partir de la catolicidad del Pueblo de Dios, en virtud de la
cual «cada
una de las partes colabora con sus dones propios con las restantes partes y con
toda la Iglesia, de tal modo que el todo y cada una de las partes aumentan a
causa de todos los que mutuamente se comunican y tienden a la plenitud en la
unidad, [...] permaneciendo inmutable el primado de la
cátedra de Pedro, que preside la asamblea universal de la caridad, protege las
diferencias legítimas y simultáneamente vela para que las divergencias sirvan a
la unidad en vez de dañarla » (LG 13). Esta catolicidad se realiza en la relación de mutua
interioridad entre la Iglesia universal y las Iglesias locales, en las cuales y
de las cuales «se
constituye la Iglesia católica, una y única» (LG 23). El proceso sinodal, que en la primera fase tuvo lugar en las
Iglesias locales, llega ahora a su segunda fase, con el desarrollo de las dos
sesiones de la XVI Asamblea General Ordinaria del Sínodo de los Obispos.
La estructura del texto
13.
Este IL se divide en dos secciones que corresponden a la articulación de las
tareas de las Asambleas continentales (y, por tanto, a los contenidos de los
correspondientes Documentos finales): en primer lugar proceder a una relectura
del camino recorrido durante la primera fase, con el fin de identificar lo que
la Iglesia de cada continente había aprendido de la experiencia de vivir la
dimensión sinodal al servicio de la misión; después, hacer un discernimiento de
las resonancias producidas en las Iglesias locales del continente al contrastar
con el DEC, con el fin de identificar las prioridades sobre las que continuar
el discernimiento durante la Asamblea sinodal de octubre de 2023.
14.
La sección A del IL, titulada «Por una Iglesia sinodal », intenta recoger los frutos de la relectura
del camino recorrido. En primer lugar, enumera
una serie de características fundamentales o señas de identidad de una Iglesia
sinodal. A continuación, invita a ser conscientes de que una Iglesia sinodal
también se distingue por un modo de proceder, que la experiencia de la
primera fase identifica con la conversación en el Espíritu. Se invitará a la
Asamblea a reaccionar sobre los frutos de esta relectura para precisarlos y
afinarlos. La sección B, titulada «Comunión, Misión, Participación »[4], expresa en forma de preguntas las tres prioridades que surgen con más
fuerza del trabajo en todos los continentes, sometiéndolas al
discernimiento de la Asamblea. Al servicio de la dinámica de la Asamblea, en
particular del trabajo en grupo (Circuli Minores), se proponen cinco
fichas de trabajo para cada una de estas tres prioridades, lo que permite
abordarlas desde diferentes perspectivas.
15.
Las tres prioridades de la sección B, desarrolladas a través de las respectivas
fichas de trabajo, abarcan temas amplios y de gran relevancia: muchos podrían
ser objeto de un Sínodo, o ya lo han sido. Sobre varios de ellos las
intervenciones del Magisterio han sido también numerosas e incisivas. Durante
los trabajos de la Asamblea no pueden tratarse extensamente y, sobre todo,
independientemente unos de otros. Por el contrario, deben abordarse partiendo
de su relación con el verdadero tema de los trabajos, es decir, la Iglesia
sinodal. Por ejemplo, las referencias a la urgencia de dedicar una atención
adecuada a las familias y a los jóvenes no pretenden estimular un nuevo
tratamiento de la pastoral familiar o juvenil. Su propósito es ayudar a enfocar
cómo la puesta en práctica de las conclusiones de las dos Asambleas sinodales
de 2015 y 2018 y de las indicaciones de las sucesivas exhortaciones apostólicas
postsinodales Amoris laetitiae e Christus vivit, representa una
oportunidad para caminar juntos como Iglesia capaz de acoger y acompañar,
aceptando los cambios necesarios en normas, estructuras y procedimientos. Lo
mismo se aplica a muchos otros temas que subyacen.
16.
El compromiso que se pide a la Asamblea y a sus miembros será el de mantener la tensión entre la visión de
conjunto, que caracteriza el trabajo a partir de la sección A, y la identificación de los pasos a dar, necesariamente
concretos, a los que apunta en cambio el trabajo a partir de la sección B. En
ello se jugará la fecundidad del discernimiento de la Asamblea sinodal, cuya
tarea será abrir toda la Iglesia a la acogida de la voz del Espíritu Santo. La
articulación de la constitución pastoral Gaudium et spes, que «consta de dos partes », diferentes en carácter y enfoque, «pero es un todo unificado» (GS, nota 1), puede ser, desde este punto de
vista, una inspiración para el trabajo de la Asamblea.
A. Por
una Iglesia sinodal
Una
experiencia integral
«Hay diversidad de carismas, pero un
mismo Espíritu; hay diversidad de ministerios, pero un mismo Señor; y
hay diversidad de actuaciones, pero un mismo Dios que obra todo en
todos. Pero a cada cual se le otorga la manifestación del Espíritu para el
bien común»
(1 Co 12, 4-7).
17.
Un rasgo une los relatos de las etapas de la primera fase: es la sorpresa
expresada por los participantes, que se encontraron ante algo inesperado, más
grande de lo previsto. Para los participantes, el proceso sinodal ofrece una oportunidad de encuentro en la fe que
hace crecer el vínculo con el Señor, la fraternidad entre las personas y el
amor a la Iglesia, no sólo a nivel individual, sino implicando y
dinamizando a toda la comunidad. La experiencia es la de recibir un horizonte
de esperanza que se abre para la Iglesia, signo claro de la presencia y de la
acción del Espíritu que la guía en la historia en su camino hacia el Reino (cf.
LG 5): «el protagonista
del Sínodo es el Espíritu Santo»[5]. De este modo, cuanto más
intensamente se ha acogido la invitación a caminar juntos, tanto más el Sínodo
se ha convertido en el camino por el que el Pueblo de Dios avanza con
entusiasmo, pero sin ingenuidad. De hecho, los problemas, las resistencias, las
dificultades y las tensiones no se ocultan ni se esconden, sino que se
identifican y se nombran gracias a un diálogo auténtico que permite hablar y
escuchar con libertad y sinceridad. El proceso sinodal constituye el espacio en
el que se hace practicable el modo evangélico de tratar las cuestiones que a
menudo se plantean de forma reivindicativa o para las que falta un lugar de
acogida y discernimiento en la vida de la Iglesia actual.
18.
Un término tan abstracto o teórico como la sinodalidad ha comenzado así a
encarnarse en una experiencia concreta. De la escucha del Pueblo de Dios surge
una progresiva apropiación y comprensión de la sinodalidad «desde dentro», que no deriva de la enunciación de un
principio, una teoría o una fórmula, sino que se mueve a partir de la
disposición a entrar en un proceso dinámico de palabra constructiva, respetuosa
y orante, de escucha y diálogo. En la raíz de este proceso está la aceptación,
personal y comunitaria, de algo que es a la vez un don y un desafío: ser una
Iglesia de hermanas y hermanos en Cristo que se escuchan mutuamente y que, al
hacerlo, son transformados gradualmente por el Espíritu.
A 1. Signos característicos de una Iglesia sinodal
19.
Dentro de esta comprensión integral, surge la conciencia de algunas
características o signos distintivos de una Iglesia sinodal. Se trata de
convicciones compartidas sobre las que detenerse y reflexionar juntos con
vistas a la continuación de un camino que las afinará y clarificará
ulteriormente, a partir de los trabajos que emprenderá la Asamblea sinodal de
octubre de 2023.
20. De todos los continentes
surge con fuerza la conciencia de que una
Iglesia sinodal se funda en el reconocimiento de la dignidad común que deriva
del Bautismo, que hace de quienes lo reciben hijos e hijas de Dios, miembros de
su familia y, por tanto, hermanos y hermanas en Cristo, habitados por el único
Espíritu y enviados a cumplir una misión común. En el lenguaje de Pablo, «todos nosotros, judíos y griegos, esclavos y libres, hemos sido
bautizados en un mismo Espíritu, para formar un solo cuerpo. Y todos hemos
bebido de un solo Espíritu» (1 Co 12,13). El Bautismo crea así una verdadera
corresponsabilidad entre los miembros de la Iglesia, que se manifiesta en la
participación de todos, con los carismas de cada uno, en la misión y
edificación de la comunidad eclesial. No se puede entender una Iglesia
sinodal si no es en el horizonte de la comunión, que es siempre también misión para
anunciar y encarnar el Evangelio en todas las dimensiones de la existencia
humana. Comunión y misión se alimentan en la participación común en la
Eucaristía, que hace de la Iglesia un cuerpo «bien
ajustado y unido»
(Ef 4,16) en Cristo,
capaz de caminar juntos hacia el Reino.
21.
Enraizado en esta conciencia está el deseo de una Iglesia cada vez más
sinodal también en sus instituciones, estructuras y procedimientos, para constituir un espacio en
el que la común dignidad bautismal y la corresponsabilidad en la misión no sólo
se afirmen, sino que se ejerzan y practiquen. En este espacio, el ejercicio de
la autoridad en la Iglesia se aprecia como un don y se configura cada vez más
como «un
verdadero servicio, que la Sagrada Escritura llama muy significativamente “diakonía” o sea ministerio» (LG 24), según el modelo de Jesús, que se
inclinó para lavar los pies a sus discípulos (cf. Jn 13, 1-11).
22.
«Una Iglesia sinodal es una Iglesia de la escucha»[6]: esta toma de conciencia es fruto de la experiencia del camino
sinodal, que es una escucha del Espíritu por medio de la escucha de la Palabra,
de la escucha de los acontecimientos de la historia y de la escucha recíproca
entre los individuos y entre las Comunidades eclesiales, desde el nivel local
hasta el continental y universal. Para muchos, la gran sorpresa fue
precisamente la experiencia de ser escuchados por la comunidad, en algunos
casos por primera vez, recibiendo así un reconocimiento del propio valor, que
testimonia el amor del Padre por cada uno de sus hijos e hijas. La escucha dada
y recibida tiene una profundidad teológica y eclesial, y no sólo funcional,
siguiendo el ejemplo de cómo Jesús escuchaba a las personas con las que se
encontraba. Este estilo de escucha está llamado a marcar y transformar todas
las relaciones que la comunidad cristiana establece entre sus miembros, con
otras comunidades de fe y con la sociedad en su conjunto, especialmente con
aquellos cuya voz se ignora más a menudo.
23.
Como Iglesia de la escucha, una Iglesia
sinodal desea ser humilde, sabe que debe pedir perdón y que tiene mucho que
aprender. Algunos de los documentos recogidos durante la primera fase
señalaban que el camino sinodal es necesariamente penitencial, reconociendo que
no siempre hemos vivido la dimensión sinodal constitutiva de la comunidad
eclesial. El rostro de la Iglesia muestra hoy los signos de graves crisis de
confianza y credibilidad. En muchos contextos, las crisis relacionadas con
abusos sexuales, económicos, de poder y de conciencia han empujado a la Iglesia
a un exigente examen de conciencia «para que, bajo la acción del Espíritu Santo,
no cese de renovarse» (LG 9), en un camino de
arrepentimiento y conversión que abra caminos de reconciliación, sanación y
justicia.
24.
Una Iglesia sinodal es una Iglesia de
encuentro y diálogo. En el camino que hemos recorrido, esto concierne con
particular fuerza a las relaciones con las otras Iglesias y Comunidades
eclesiales, a las que estamos unidos por el vínculo de un mismo Bautismo. El
Espíritu, que es «principio de unidad de la Iglesia» (UR 2), actúa en estas Iglesias y Comunidades eclesiales y nos invita
a emprender caminos de conocimiento mutuo, de compartir y de construir una vida
común. A nivel local, emerge con fuerza la importancia de lo que ya se está
haciendo junto a miembros de otras Iglesias y Comunidades eclesiales,
especialmente como testimonio común en contextos socioculturales hostiles hasta
la persecución -es el ecumenismo del martirio- y ante la emergencia ecológica.
En todas partes, en sintonía con el Magisterio del Concilio Vaticano II, surge
el deseo de profundizar en el camino ecuménico: una Iglesia auténticamente
sinodal no puede dejar de implicar a todos los que comparten el único Bautismo.
25.
Una Iglesia sinodal está llamada a
practicar la cultura del encuentro y el diálogo con los creyentes de otras
religiones y con las culturas y sociedades en las cuales se inserta, pero sobre
todo entre las múltiples diferencias que atraviesan a la Iglesia misma. Esta
Iglesia no teme la variedad de la que es
portadora, sino que la valora sin forzarla a la uniformidad. El proceso
sinodal ha sido una oportunidad para empezar a aprender lo que significa vivir
la unidad en la diversidad, una realidad que hay que seguir explorando, en la
confianza de que el camino se irá aclarando a medida que avancemos. Por lo
tanto, una Iglesia sinodal promueve el
paso del «yo» al «nosotros», porque constituye un espacio
en el que resuena la llamada a ser miembros de un cuerpo que valora la
diversidad, pero que es hecho uno por el único Espíritu. Es el Espíritu el que
nos impulsa a escuchar al Señor y a responderle como pueblo al servicio de la
única misión de anunciar a todos los pueblos la salvación ofrecida por Dios en
Cristo Jesús. Esto sucede en una gran diversidad de contextos: a nadie se le
pide que abandone el suyo, sino más bien que lo comprenda y se encarne en él
con mayor profundidad. Volviendo a esta visión tras la experiencia de la
primera fase, la sinodalidad aparece en primer lugar como un dinamismo que
anima las comunidades locales concretas. Pasando al plano más universal, este
impulso abarca todas las dimensiones y realidades de la Iglesia, en un
movimiento de auténtica catolicidad.
26.
Vivida en una diversidad de contextos y culturas, la sinodalidad se revela como
una dimensión constitutiva de la Iglesia desde sus orígenes, aunque todavía
esté en proceso de realización. De hecho, presiona para ser implementada cada
vez más plenamente, expresando una llamada radical a la conversión, al cambio,
a la oración y a la acción dirigida a todos. En este sentido, una Iglesia sinodal es abierta, acogedora y
abraza a todos. No hay frontera que este movimiento del Espíritu no sienta
que debe cruzar, para atraer a todos a su dinamismo. La radicalidad del
cristianismo no es la prerrogativa de algunas vocaciones específicas, sino la
llamada a construir una comunidad que viva y testimonie una manera diferente de
entender la relación entre las hijas y los hijos de Dios, que encarne la verdad
del amor, fundada en el don y la gratuidad. La llamada radical es, pues, a
construir juntos, sinodalmente, una Iglesia atractiva y concreta: una Iglesia
en salida, en la que todos se sientan acogidos.
27.
Al mismo tiempo, una Iglesia sinodal
afronta con honestidad y valentía la llamada a una comprensión más profunda de
la relación entre amor y verdad, según la invitación de san Pablo: «realizando la verdad en el amor,
hagamos crecer todas las cosas hacia él, que es la cabeza: Cristo, del
cual todo el cuerpo, bien ajustado y unido a través de todo el complejo de
junturas que lo nutren, actuando a la medida de cada parte, se procura el
crecimiento del cuerpo, para construcción de sí mismo en el amor» (Ef 4,15-16). Por tanto, para incluir
auténticamente a todos, es necesario entrar en el misterio de Cristo, dejándose
formar y transformar por el modo en que él vivió la relación entre amor y
verdad.
28.
Característica de una Iglesia sinodal es
la capacidad de gestionar las tensiones sin dejarse destruir por ellas,
viviéndolas como impulso para profundizar en el modo de entender y vivir la
comunión, la misión y la participación. La sinodalidad es un camino
privilegiado de conversión, porque reconstituye a la Iglesia en la unidad: cura
sus heridas y reconcilia su memoria, acoge las diferencias de las que es
portadora y la redime de divisiones infecundas, permitiéndole así encarnar más
plenamente su vocación de ser «en Cristo, como sacramento, es decir, signo e instrumento de la íntima
unión con Dios y de la unidad de todo el género humano» (LG 1). La escucha auténtica y la capacidad
de encontrar modos para seguir caminando juntos más allá de la fragmentación y
la polarización son indispensables para que la Iglesia permanezca viva y vital
y sea un signo poderoso para las culturas de nuestro tiempo.
29.
Tratar de caminar juntos también nos
pone en contacto con la sana inquietud de lo incompleto, con la conciencia
de que todavía hay muchas cosas cuyo peso no somos capaces de soportar (cf. Jn
16,12). No se trata de un problema que resolver, sino de un don que cultivar:
estamos ante el misterio inagotable y santo de Dios y debemos permanecer abiertos
a sus sorpresas mientras peregrinamos hacia el Reino (cf. LG 8). Esto vale
también para las cuestiones que el proceso sinodal ha sacado a la luz: como
primer paso requieren escucha y atención, sin apresurarse a ofrecer soluciones
inmediatas.
30.
Llevar el peso de estos interrogantes no es una carga personal de quienes
ocupan determinadas funciones, con el riesgo de ser aplastados por ellos, sino
una tarea de toda la comunidad, cuya vida relacional y sacramental es a menudo
la respuesta inmediata más eficaz. Por eso, una Iglesia sinodal se alimenta incesantemente del misterio que celebra
en la liturgia, «cumbre a la cual tiende la actividad de la Iglesia y [...] fuente de
donde mana toda su fuerza» (SC 10), y en particular de la
Eucaristía.
31.
Una vez superada la angustia del límite, el inevitable carácter incompleto de
una Iglesia sinodal y la disponibilidad de sus miembros a aceptar las propias
vulnerabilidades se convierten en el espacio para la acción del Espíritu, que
nos invita a reconocer los signos de su presencia. Por eso, una Iglesia sinodal es también una Iglesia
del discernimiento, en la riqueza de significados que adquiere este término
y al que dan relieve las distintas tradiciones espirituales. La primera fase
permitió al Pueblo de Dios comenzar a experimentar el gusto por el
discernimiento mediante la práctica de la conversación en el Espíritu.
Escuchando atentamente la experiencia vivida por los demás, crecemos en el
respeto mutuo y comenzamos a discernir las mociones del Espíritu de Dios en la
vida de los otros y en la nuestra. De este modo, empezamos a prestar más
atención a «lo que el
Espíritu dice a las Iglesias» (Ap 2,7), con el compromiso y la esperanza de convertirnos en una
Iglesia cada vez más capaz de tomar decisiones proféticas que sean fruto de la
guía del Espíritu.
A 2. Un camino para la Iglesia sinodal: conversar en
el Espíritu
32.
Atraviesa todos los continentes el reconocimiento de lo fructífero que ha sido
el método aquí llamado «conversación en el Espíritu», adoptado durante la primera
fase y denominado en algunos documentos «conversación espiritual» o «método sinodal» (cf. figura a la pág. 16).
33.
En su sentido etimológico, el término «conversación» no indica un intercambio genérico de ideas,
sino aquella dinámica en la que la palabra pronunciada y escuchada genera
familiaridad, permitiendo a los participantes intimar entre sí. La
especificación «en el Espíritu» identifica al auténtico
protagonista: el deseo de los que conversan tiende a escuchar su voz, que en la
oración se abre a la libre acción de Aquel que, como el viento, sopla donde
quiere (cf. Jn 3,8). Poco a poco, la conversación entre hermanos y hermanas en
la fe abre el espacio para un con-sentimiento, es decir, para escuchar juntos
la voz del Espíritu. No es conversación en el Espíritu si no hay un paso
adelante en una dirección precisa, a menudo inesperada, que apunta a una acción
concreta.
34.
En las Iglesias locales que la practicaron durante la primera fase, la conversación en el Espíritu fue «descubierta» como el ambiente que permite compartir experiencias de vida y como el
espacio de discernimiento en una Iglesia sinodal. En los Documentos finales de las Asambleas
continentales, se describe como un momento pentecostal, como una oportunidad
para experimentar el ser Iglesia y pasar de escuchar a nuestros hermanos y
hermanas en Cristo a escuchar al Espíritu, que es el auténtico protagonista, y
recibir de Él una misión. Al mismo tiempo, a través de este método, la gracia
de la Palabra y de los Sacramentos se convierte en una realidad sentida y
transformadora, actualizada, que atestigua y realiza la iniciativa por la que
el Señor Jesús se hace presente y activo en la Iglesia: Cristo nos envía en
misión y nos reúne en torno a sí para dar gracias y gloria al Padre en el
Espíritu Santo. De ahí que desde todos los continentes llegue la petición de
que este método anime e informe cada vez más la vida cotidiana de las Iglesias.
35.
La conversación en el Espíritu se inscribe en la larga tradición del
discernimiento eclesial, que ha expresado una pluralidad de métodos y enfoques.
Conviene subrayar su valor exquisitamente misionero. Esta práctica espiritual
permite pasar del «yo» al «nosotros»: no pierde de vista ni borra la dimensión
personal del «yo», sino que la reconoce y la
inserta en la dimensión comunitaria. De este modo, tomar la palabra y escuchar
a los participantes se convierten en liturgia y oración, en las que el Señor se
hace presente y nos atrae hacia formas cada vez más auténticas de comunión y
discernimiento.
36.
En el Nuevo Testamento hay numerosos ejemplos de este modo de conversación. Es paradigmático el relato del encuentro
del Señor resucitado con los dos discípulos de Emaús (cf. Lc 24, 13-35 y la
explicación dada en CV 237). Como bien demuestra su experiencia, la
conversación en el Espíritu construye comunión y aporta dinamismo misionero:
los dos, en efecto, vuelven a la comunidad que habían dejado para compartir el
anuncio pascual de que el Señor ha resucitado.
37.
En su concreción, la conversación en el
Espíritu puede describirse como una oración compartida con vistas a un
discernimiento en común, para el que los participantes se preparan mediante
la reflexión y la meditación personales. Se regalan mutuamente una palabra
meditada y alimentada por la oración, no una opinión improvisada sobre la
marcha. La dinámica entre los participantes articula tres etapas fundamentales. La primera está dedicada a que cada uno
tome la palabra a partir de su propia experiencia releída en la oración
durante el tiempo de preparación. Los demás escuchan sabiendo que cada uno
tiene una valiosa aportación que ofrecer, sin entrar en debates ni discusiones.
38.
El silencio y la oración ayudan a preparar el
siguiente paso, en el que se invita a cada persona a abrir en sí misma un
espacio para los demás y para el Otro. De nuevo, cada uno toma la palabra:
no para reaccionar y contrarrestar lo que se ha escuchado, reafirmando su
propia posición, sino para expresar lo que durante la escucha le ha conmovido
más profundamente y por lo que se siente interpelado con más fuerza. Las huellas que la escucha de las hermanas y
hermanos producen en la interioridad de cada uno son el lenguaje con el que el
Espíritu Santo hace resonar su propia voz: cuanto más se haya alimentado
cada uno de la meditación de la Palabra y de los Sacramentos, creciendo en la
familiaridad con el Señor, tanto más podrá reconocer el sonido de su voz (cf.
Jn 10, 14.27), gracias también al acompañamiento del Magisterio y de la
teología. Del mismo modo, cuanto más capaces sean los participantes de prestar
atención a lo que dice el Espíritu, más crecerán en un sentimiento compartido y
abierto a la misión.
39.
El tercer paso, de nuevo en un clima
de oración y bajo la guía del Espíritu Santo, es identificar los puntos clave que han surgido y construir un consenso
sobre los frutos del trabajo común, que cada uno sienta fiel al proceso y
en el que, por tanto, pueda sentirse representado. No basta con elaborar un
informe en el que se enumeren los puntos más citados, sino que es necesario un
discernimiento que preste atención también a las voces marginales y proféticas
y no pase por alto la importancia de los puntos en los que surgen desacuerdos.
El Señor es la piedra angular que permitirá que la «construcción» se mantenga en pie, y el Espíritu, maestro de
armonía, ayudará a pasar de la confusión a la sinfonía.
40.
El proceso culmina con una oración de alabanza a Dios y gratitud por la
experiencia. «Cuando vivimos
la mística de acercarnos a los demás y de buscar su bien, ampliamos nuestro
interior para recibir los más hermosos regalos del Señor. Cada vez que nos encontramos con un ser humano en el amor, quedamos
capacitados para descubrir algo nuevo de Dios. Cada vez que se nos abren
los ojos para reconocer al otro, se nos ilumina más la fe para reconocer a Dios (EG 272). Este es, en pocas
palabras, el don que recibe quien se deja implicar en una conversación en el
Espíritu.
41.
En situaciones concretas, nunca es posible seguir ciegamente este esquema, sino
que es necesario adaptarlo siempre. A veces es preciso dar prioridad a que cada
uno tome la palabra y escuche a los demás; en otras circunstancias, a poner de
relieve los vínculos entre las distintas perspectivas, buscando lo que «hace arder el corazón en el
pecho» (cf. Lc 24,32); en otras, aún,
a explicitar un consenso y trabajar juntos para identificar la dirección en la
que uno se siente llamado por el Espíritu a ponerse en movimiento. Pero, más
allá de las oportunas adaptaciones concretas, la intención y el dinamismo que
unen los tres pasajes son y siguen siendo característicos del modo de proceder
de una Iglesia sinodal.
42.
Teniendo en cuenta la importancia de la conversación en el Espíritu para animar
la experiencia vivida por la Iglesia sinodal, la formación en este método, en particular de animadores capaces de
acompañar a las comunidades a practicarlo, se percibe como una prioridad en
todos los niveles de la vida eclesial y para todos los bautizados,
comenzando por los ministros ordenados, y en un espíritu de corresponsabilidad
y apertura a las diferentes vocaciones eclesiales. La formación para la conversación en el Espíritu es la formación para
ser una Iglesia sinodal.
B.
Comunión, misión, participación
Tres
temas prioritarios para la Iglesia sinodal
«Como en un solo cuerpo tenemos
muchos miembros, y no todos los miembros cumplen la misma función, así
nosotros, siendo muchos, somos un solo cuerpo en Cristo, pero cada cual existe
en relación con los otros miembros» (Rm 12, 4-5).
43.
Entre los frutos de la primera fase, y en particular de las Asambleas
continentales, obtenidos también gracias al modo de proceder apenas esbozado,
está la identificación de las tres prioridades que ahora se proponen al
discernimiento de la Asamblea sinodal de octubre de 2023. Se trata de desafíos
con los que toda la Iglesia debe medirse para dar un paso adelante y crecer en
su ser sinodal a todos los niveles y desde una pluralidad de perspectivas:
piden ser abordados desde el punto de vista de la Teología y del Derecho
canónico, así como desde el de la pastoral y la espiritualidad. Cuestionan la
planificación de las diócesis, así como las opciones cotidianas y el estilo de
vida de cada miembro del Pueblo de Dios. Son también auténticamente sinodales porque
abordarlas exige caminar juntos como pueblo, con todos sus componentes. Las
tres prioridades se ilustrarán en relación con las tres palabras clave del
Sínodo: comunión, misión, participación. Es una elección motivada por la
búsqueda de sencillez expositiva, pero que se expone a un riesgo: el de
presentarlas como tres «pilares» independientes entre sí. En
cambio, en la vida de la Iglesia sinodal, comunión, misión y participación se
articulan, alimentándose y apoyándose mutuamente. Deben pensarse y presentarse
siempre en esta clave de integración.
44.
El cambio en el orden en que aparecen los tres términos, con la misión en el
lugar central, tiene su origen en la conciencia de los vínculos que los unen,
madurada durante la primera fase. En particular, comunión y misión se entrelazan y se reflejan mutuamente, como ya enseñaba
san Juan Pablo II: «La comunión y la misión están profundamente unidas entre sí, se
compenetran y se implican mutuamente, hasta tal punto que la comunión
representa a la vez la fuente y el fruto de la misión: la comunión es misionera
y la misión es para la comunión» (CL 32, citado en PE I,4). Se
nos invita a superar una concepción dualista en la que las relaciones dentro de
la comunidad eclesial son el ámbito de la comunión, mientras que la misión
concierne al impulso ad extra. La
primera fase ha puesto de relieve, en cambio, cómo la comunión es la condición
de la credibilidad del anuncio, recuperando en esto una intuición de la XV
Asamblea General Ordinaria del Sínodo de los Obispos sobre Los jóvenes, la fe y el discernimiento vocacional[7].
Al mismo tiempo, crece la conciencia de que la orientación a la misión es el
único criterio evangélicamente fundado para la organización interna de la
comunidad cristiana, la distribución de funciones y tareas y la gestión de sus
instituciones y estructuras. Es en
la relación con la comunión y la misión como puede entenderse la participación
y por eso sólo puede abordarse después de las otras dos. Por un lado, les
presta el servicio de la concreción: la atención a los procedimientos, normas,
estructuras e instituciones permite consolidar la misión en el tiempo y aleja a
la comunión de la extemporaneidad emocional. Por otro, recibe una orientación
finalista y un dinamismo que le permiten escapar al riesgo de convertirse en un
frenesí de reivindicaciones de derechos individuales, que inevitablemente
acaban fragmentando más que uniendo.
45.
Para acompañar la preparación y estructuración de los trabajos de la Asamblea,
se han elaborado cinco fichas de trabajo para cada prioridad, que se presentan
al final de esta sección. Cada una de ellas constituye una puerta de entrada
para tratar la prioridad a la que está asociada, que de este modo puede
abordarse desde perspectivas diferentes pero complementarias, en conexión con
distintos aspectos de la vida de la Iglesia, que han surgido a través de los
trabajos de las Asambleas continentales. En cualquier caso, los tres párrafos
siguientes, a los que corresponden los tres grupos de fichas, no pueden leerse
como columnas paralelas e incomunicadas. Son, más bien, haces de luz que, desde
distintos puntos, iluminan la misma realidad, es decir, la vida sinodal de la
Iglesia, entrelazándose y refiriéndose continuamente unos a otros, invitando a
crecer en ella.
B 1. Una comunión que se irradia. ¿Cómo podemos ser
más plenamente signo e instrumento de la unión con Dios y de la unidad del
género humano?
46.
La comunión no es una reunión
sociológica como miembros de un grupo identitario, sino que es ante todo un don
del Dios Trino y, al mismo tiempo, una tarea, nunca agotada, de construcción
del «nosotros» del Pueblo de Dios. Como las mismas
Asambleas continentales han experimentado, entrelaza una dimensión vertical,
que Lumen gentium llama «unión con Dios», y otra horizontal, «la unidad del género humano», en un fuerte dinamismo escatológico: la comunión es un camino en el que
estamos llamados a crecer, «hasta que lleguemos todos a la unidad en la fe y en el conocimiento
del Hijo de Dios, al Hombre perfecto, a la medida de Cristo en su plenitud» (Ef 4,13).
47. De ese momento nos anticipa la liturgia,
lugar donde la Iglesia, en su camino terreno, experimenta la comunión, la
alimenta y la construye. Si, en efecto, «contribuye
en sumo grado a que los fieles expresen en su vida, y manifiesten a los demás,
el misterio de Cristo y la naturaleza auténtica de la verdadera Iglesia» (SC 2), es precisamente a ella
a la que debemos mirar para comprender qué es la vida sinodal de la Iglesia. En
primer lugar, es en la acción litúrgica,
y en particular en la celebración de la Eucaristía, donde la Iglesia
experimenta cada día la unidad radical en la misma oración, pero en la
diversidad de lenguas y ritos: un elemento fundamental en clave sinodal. Desde
este punto de vista, la multiplicidad de ritos en la única Iglesia católica es
una auténtica bendición, que hay que proteger y promover, como también se
experimentó en varias ocasiones durante las Asambleas continentales.
48. La Asamblea sinodal no puede entenderse
como representativa y legislativa, en analogía a un organismo parlamentario,
con su dinámica de construcción de mayorías. Más bien, estamos llamados a
entenderla por analogía con la litúrgica. La tradición antigua nos dice que el Sínodo
se celebra de este modo: comienza con la invocación al Espíritu Santo, continúa
con la profesión de fe y llega a determinaciones compartidas para garantizar o
restablecer la comunión eclesial. En una asamblea sinodal Cristo se hace
presente y actúa, transforma la historia y los acontecimientos cotidianos, dona
el Espíritu para guiar a la Iglesia a encontrar un consenso sobre cómo caminar
juntos hacia el Reino y ayudar a la humanidad a proceder en la dirección de la
unidad. Caminar juntos en la escucha de la Palabra y de los hermanos, es decir,
en la búsqueda de la voluntad de Dios y en la concordia, conduce a la acción de
gracias al Padre por el Hijo en el único Espíritu. En la asamblea sinodal, los
que se reúnen en nombre de Cristo escuchan su Palabra, se escuchan mutuamente,
disciernen en docilidad al Espíritu, proclaman lo que han escuchado y lo
reconocen como luz para el camino de la Iglesia.
49.
En esta perspectiva, la vida sinodal no es una estrategia para organizar la
Iglesia, sino la experiencia de poder encontrar una unidad que abraza la
diversidad sin cancelarla, porque esta fundamentada en la unión con Dios en la
confesión de una misma fe. Este dinamismo posee una fuerza propulsora que
empuja a ampliar continuamente el ámbito de la comunión, pero que debe asumir
las contradicciones, los límites y las heridas de la historia.
50.
El primer tema prioritario que surgió del proceso sinodal tiene su raíz en este
punto: en la concreción de nuestra realidad histórica, preservar y promover la
comunión exige asumir lo incompleto de lograr vivir la unidad en la diversidad
(cf. 1Cor 12). La historia produce divisiones, que provocan heridas que hay que
curar y exigen poner en marcha caminos de reconciliación. En este contexto, en nombre del Evangelio, ¿qué vínculos hay
que desarrollar, superando trincheras y muros, y qué refugios y protecciones
hay que construir, y para proteger a quién? ¿Qué divisiones son infecundas?
¿Cuándo la gradualidad hace posible el camino hacia la comunión consumada? Parecen
preguntas teóricas, pero su concreción está arraigada en la vida cotidiana de
las comunidades cristianas consultadas en la primera fase: se refieren a la
cuestión de si existen límites a la voluntad de acoger a personas y grupos, a
cómo entablar un diálogo con las culturas y las religiones sin comprometer
nuestra identidad, o a la determinación de ser la voz de los marginados y
reafirmar que nadie debe quedarse atrás. Las cinco fichas de trabajo
relacionadas con esta prioridad intentan explorar estas cuestiones desde cinco
perspectivas complementarias.
B 2. Corresponsables en la misión. ¿Cómo compartir
dones y tareas al servicio del Evangelio?
51.
«La Iglesia, durante su
peregrinación en la tierra, es por naturaleza misionera» (AG 2). La misión constituye el horizonte
dinámico desde el que pensar la Iglesia sinodal, a la que imparte un impulso
hacia el «éxtasis», «que consiste en salir [... de sí] para buscar
el bien de los demás, hasta dar la vida» (CV 163; cf. también FT 88). En otras palabras, la misión permite
revivir la experiencia de Pentecostés: habiendo recibido el Espíritu Santo,
Pedro con los Once se levanta y toma la palabra para anunciar a Jesús muerto y
resucitado a cuantos se encuentran en Jerusalén (cf. Hch 2,14-36). La vida
sinodal hunde sus raíces en el mismo dinamismo: son numerosos los testimonios
que describen en estos términos la experiencia vivida en la primera fase y aún
más numerosos son los que vinculan de manera inseparable sinodalidad y misión.
52.
En una Iglesia que se define a sí misma como signo e instrumento de la unión
con Dios y de la unidad del género humano (cf. LG 1), el discurso sobre la
misión se centra en la transparencia del signo y en la eficacia del
instrumento, sin las cuales cualquier anuncio tropezará con problemas de
credibilidad. La misión no consiste en comercializar un producto religioso,
sino en construir una comunidad en la que las relaciones sean transparencia del
amor de Dios y, de este modo, la vida misma se convierta en anuncio. En los Hechos de los Apóstoles, el discurso de
Pedro va seguido inmediatamente de un relato de la vida de la comunidad
primitiva, en la que todo se convertía en ocasión de comunión (cf. 2,42-47):
esto le confería capacidad de atracción.
53.
En esta línea, la primera pregunta sobre
la misión se refiere precisamente a lo que los miembros de la comunidad
cristiana están dispuestos a poner en común, partiendo de la irreductible
originalidad de cada uno, en virtud de su relación directa con Cristo en el
Bautismo y de su ser habitado por el Espíritu. Esto hace que la aportación de
cada bautizado sea preciosa e indispensable. Una de las razones del sentimiento
de asombro que se registró durante la primera fase está precisamente ligada a
la posibilidad de contribuir: «¿Puedo realmente hacer algo?». Al mismo tiempo, se invita a cada persona a que asuma su propio
carácter incompleto, es decir, la conciencia de que para llevar a cabo la
misión, todos son necesarios o, dicho de otro modo, que la misión tiene también
una dimensión constitutivamente sinodal.
54.
Por eso, la segunda prioridad identificada por una Iglesia que se descubre como
sinodal misionera se refiere al modo en que consigue realmente solicitar la
contribución de todos, cada uno con sus dones y tareas, valorando la diversidad
de los carismas e integrando la relación entre dones jerárquicos y carismáticos[8].
La perspectiva de la misión sitúa los carismas y los ministerios en el
horizonte de lo común y, de este modo, salvaguarda su fecundidad, que, en
cambio, resulta comprometida cuando se convierten en prerrogativas que
legitiman lógicas de exclusión. Una Iglesia sinodal misionera tiene el deber
de preguntarse cómo puede reconocer y valorar la aportación que cada bautizado
puede ofrecer a la misión, saliendo
de sí mismo y participando junto con otros en algo más grande. «Contribuir activamente al bien
común de la humanidad» (CA 34) es un componente
inalienable de la dignidad de la persona, incluso dentro de la comunidad
cristiana. La primera contribución que cada uno puede hacer es discernir los
signos de los tiempos (cf. GS 4), para mantener la conciencia de la misión en sintonía
con el soplo del Espíritu. Todos los puntos de vista tienen algo que aportar a
este discernimiento, empezando por el de los pobres y excluidos: caminar junto
a ellos no significa sólo asumir sus necesidades y sufrimientos, sino también
aprender de ellos. Este es el modo de reconocer su igual dignidad, escapando a
las trampas del asistencialismo y anticipando, en la medida de lo posible, la
lógica de los cielos nuevos y de la tierra nueva hacia la que nos encaminamos.
55.
Las fichas de trabajo relativas a esta prioridad intentan concretar esta
cuestión de fondo en relación con temas como el reconocimiento de la variedad
de vocaciones, carismas y ministerios, la promoción de la dignidad bautismal de
las mujeres, el papel del ministerio ordenado y, en particular, el ministerio
del obispo en el seno de la Iglesia sinodal misionera.
B 3.
Participación, responsabilidad y autoridad. ¿Qué procesos, estructuras e
instituciones son necesarios en una Iglesia sinodal misionera?
56.
«Si
no se cultiva una praxis eclesial que exprese la sinodalidad de manera
concreta a cada paso del camino y del obrar, promoviendo la
implicación real de todos y cada uno, la comunión y la misión corren el peligro
de quedarse como términos un poco abstractos»[9].
Estas palabras del
Santo Padre nos ayudan a situar la participación en relación con los otros dos
términos. A la dimensión de procedimiento, que no debe subestimarse como
instancia de concreción, la participación añade una densidad antropológica de
gran relevancia: de hecho, expresa la preocupación por el florecimiento de lo
humano, es decir, la humanización de las relaciones en el corazón del proyecto
de comunión y del compromiso de misión. Salvaguarda la singularidad del rostro
de cada uno, empujando para que el paso al «nosotros» no absorba al «yo» en el anonimato de una
colectividad indistinta, en la abstracción de los derechos o en el servilismo
al rendimiento de la organización. La participación es esencialmente una
expresión de creatividad y cultivo de relaciones de hospitalidad, acogida y promoción
humana en el corazón de la misión y la comunión.
57. De la preocupación por la participación en el
sentido integral aquí mencionado se deriva la tercera prioridad surgida de la
etapa continental: la cuestión de la autoridad, su
significado y el estilo de su ejercicio dentro de una Iglesia sinodal. En
particular, ¿se plantea esta en la línea de los parámetros derivados del mundo,
o en la del servicio? «No
será así entre vosotros» (Mt
20,26; cf. Mc 10,43), dice el Señor, que después de lavar los pies a los
discípulos los amonesta: «Os he dado ejemplo para que lo que yo he hecho con
vosotros, vosotros también lo hagáis» (Jn 13,15). En su origen, el término «autoridad» indica la
capacidad de hacer crecer y, por tanto, el servicio a la originalidad personal
de cada uno, el apoyo a la creatividad y no un control que la bloquea, el
servicio a la construcción de la libertad de la persona y no un cordón que la
mantiene atada. Ligada a esta pregunta hay una segunda, cargada de preocupación
por la concreción y la continuidad en el tiempo: ¿cómo imprimir a nuestras
estructuras e instituciones el dinamismo de la Iglesia sinodal
misionera?
58.
De esta atención deriva otra instancia, igualmente concreta, que apunta
precisamente a sostener la dinámica de la participación en el tiempo: se trata
de la formación, que aparece transversalmente en todos los documentos de la
primera fase. Instituciones y
estructuras, en efecto, no bastan para hacer sinodal a la Iglesia: son
necesarias una cultura y una espiritualidad sinodales, animadas por un deseo de
conversión y sostenidas por una adecuada formación, como no han dejado de
subrayar las Asambleas continentales y, antes que ellas, las síntesis de las
Iglesias locales. La necesidad de formación no se limita a la actualización de
contenidos, sino que tiene un alcance integral, afectando a todas las
capacidades y disposiciones de la persona: orientación misionera, capacidad de
relacionarse y de construir comunidad, disposición a la escucha espiritual y
familiaridad con el discernimiento personal y comunitario, paciencia,
perseverancia y parresía.
59.
La formación es el medio indispensable para hacer del modo de proceder sinodal
un modelo pastoral para la vida y la acción de la Iglesia. Necesitamos una formación integral, inicial y permanente, para todos
los miembros del Pueblo de Dios. Ningún bautizado puede sentirse ajeno a
este compromiso y, por tanto, es necesario estructurar propuestas adecuadas de
formación en el camino sinodal dirigidas a todos los fieles. En particular,
pues, cuanto más se está llamado a servir a la Iglesia, tanto más se debe
sentir la urgencia de la formación: obispos, presbíteros, diáconos, consagrados
y consagradas, y todos los que ejercen un ministerio necesitan formación para
renovar los modos de ejercer la autoridad y los procesos de toma de decisiones
en clave sinodal, y para aprender cómo acompañar el discernimiento comunitario
y la conversación en el Espíritu. Los candidatos al ministerio ordenado deben
formarse en un estilo y mentalidad sinodales. La promoción de una cultura de la
sinodalidad implica la renovación del actual currículo de los seminarios y de
la formación de los formadores y de los profesores de teología, de manera que
exista una orientación más clara y decidida hacia la formación a una vida de
comunión, misión y participación. La formación para una espiritualidad sinodal
está en el corazón de la renovación de la Iglesia.
60.
Numerosas aportaciones ponen de relieve la necesidad de un esfuerzo similar
para renovar el lenguaje utilizado por la Iglesia: en la liturgia, en la
predicación, en la catequesis, en el arte sacro, así como en todas las formas
de comunicación dirigidas tanto a los fieles como al público en general,
también a través de los medios de comunicación nuevos y antiguos. Sin mortificar
ni degradar la profundidad del misterio que la Iglesia anuncia ni la riqueza de
su tradición, la renovación del lenguaje debe orientarse a hacerlos accesibles
y atractivos a los hombres y mujeres de nuestro tiempo, sin representar un
obstáculo que mantenga alejados. La inspiración de la frescura del lenguaje
evangélico, la capacidad de inculturación que exhibe la historia de la Iglesia
y las prometedoras experiencias ya en marcha, también en el entorno digital,
nos invitan a proceder con confianza y decisión en una tarea de crucial
importancia para la eficacia del anuncio del Evangelio, que es la meta a la que
aspira una Iglesia sinodal misionera.
Roma, 29 de mayo de 2023
Memoria de la Bienaventurada Virgen María
Madre de la Iglesia
[1] A partir de ahora, para una mayor brevedad y salvo indicación
contraria, las expresiones «Asamblea» y «Asamblea sinodal» se refieren a la
sesión de octubre de 2023, a cuyo servicio está el presente IL.
[2] Francisco, Discurso para la conmemoración del 50 aniversario de la institución del
Sínodo de los Obispos, 17 de
octubre de 2015 (cf. DP 15).
[3] La expresión «Iglesia local» indica lo que el Código de
Derecho Canónico denomina «Iglesia particular».
[4] La sección B ofrecerá las
razones de la inversión del orden con respecto al subtítulo del Sínodo: cf. n.
44 infra.
[5]
Francisco, Momento de reflexión para el inicio del
proceso sinodal, 9 de octubre de 2021.
[6] Cf. Francisco, Discurso
para la conmemoración del 50 aniversario de la constitución del Sínodo de los
Obispos, 17 de octubre de 2015.
[7] Por ejemplo, en el nº 128, el Documento Final afirma: «No basta, pues, con tener estructuras si en ellas no se desarrollan
relaciones auténticas; es la calidad de estas relaciones, en efecto, lo que
evangeliza».
[8] Cf. Congregación para la Doctrina de la Fe, Carta Iuvenescit Ecclesia, 15 de mayo de 2016, 13-18.
[9]
Francisco, Momento de reflexión para el inicio del
proceso sinodal, 9 de octubre de 2021.