Las lecturas de hoy,
aparentemente inconexas entre sí, coinciden, a su modo, en resaltar la fuerza
de la vida que grita muchas veces sin necesidad de palabras.
En el fragmento de la primera
carta a Timoteo, san Pablo exhorta a los responsables de la comunidad a un
estilo de vida que se corresponda con la dignidad del servicio que ejercen para
el bien de la Iglesia, de modo que su obrar no desdiga sus palabras. Se trata
de una llamada a la coherencia que viene exigida por el más básico sentido
común y olfato de la comunidad de fieles (“si alguno no es capaz de gobernar su
propia casa, ¿cómo podrá cuidar de la Iglesia de Dios?”) y el testimonio de la
recta conciencia (“que guarden el misterio de la fe con una conciencia pura”).
En el Evangelio, por su parte,
nos encontramos con una de las tres resurrecciones que hace Jesús. En concreto
al hijo de la viuda de Naín. Llama la atención el silencio de la escena previa
a que se dé el milagro. Acostumbrados a encontrar a un Jesús reclamado por los
pobres, lisiados, enfermos y pecadores; solicitado por los necesitados de todo
tipo; importunado continuamente por toda clase de peticiones, le vemos esta vez
con sus discípulos, caminando hacia la ciudad.
En la puerta se da este encuentro
“casual” con otra muchedumbre en sentido contrario y que, con toda
probabilidad, llevaría un tono mucho más sombrío que el de Jesús y sus
discípulos. No hay palabras. Es de suponer que se hace el silencio y solo se
oye el llanto de la tragedia acompañado por las lágrimas impotentes de una
madre desconsolada y abandonada a su suerte.
Si en la primera lectura se nos
presentaba la vida hecha predicación o, al menos, condición para la
predicación, ahora la vida se hace oración. Sin necesidad de palabras: “Al
verla, el Señor tuvo compasión de ella”. La misericordia y la compasión se
adelantan a la confesión de fe que otras veces precede el signo milagroso. Aquí
es el dolor mismo, la impotencia y la muerte la que grita a Jesús:
«Una vez que hemos tocado el
fondo de la propia nada, ya no nos queda nada más que Dios. La oscuridad puede
ser tal que ya no tengamos la fe, aparentemente, pero porque seamos la fe.
Acerca del versículo del salmista que dice: “Y yo todo soy oración”, comentaba
rabí Bounam: “Ocurre exactamente como con un pobre cuyos vestidos están hechos
jirones y que no ha comido hace tres días: cuando se presenta ante el rey no
tiene ninguna necesidad de decir lo que pide. Así se presenta David ante Dios,
él mismo es su oración”. Puede que ni alcance a confesar su fe, pero él mismo
es la fe que espera» (Fabrice Hadjadj).
Así se aparece esta viuda ante
Jesús -diríamos en este caso-: ella
misma es su oración. Ella misma es la fe que espera, sin necesidad de una
confesión explícita.
Mucho más que un “dar pena”, se
trata de un dejarse mirar por Dios en medio del dolor y la impotencia que
reconocemos en toda su crudeza, sin tapar, adornar ni disimular. Se trata de
escuchar y acoger el “no llores” de Jesús, sin encerrarnos en nuestro
victimismo y dejándole que se acerque, incluso, a tocar lo que está muerto en
nuestras vidas.
Y se trata, también, de
contemplar con ojos abiertos el grito silencioso e impotente del otro que sufre
y a lo mejor no puede o no tiene fuerzas para pedir ayuda; de dejarse
interpelar por aquellos que encontramos en nuestros caminos, aunque vayan en
dirección contraria a la nuestra, y pararnos un momento y atrevernos a tocar su
dolor, a compartir su silencio, sus lágrimas, incluso su muerte.
¿Nuestro testimonio y estilo de
vida desdice o refrenda la buena noticia del Evangelio?
En los momentos de dolor ¿nos
dejamos mirar por Dios e, incluso, tocar en aquello que ha muerto en nuestras
vidas o, por el contrario, nos encerramos en nuestra pena y dolor sin salir del
victimismo?
Y en el sufrimiento de los otros
¿nos escaqueamos mientras podamos –hasta que recurran a nosotros y “no nos quede más remedio”– o damos cabida
en el “sagrario de nuestra compasión” a todo aquel que sufre sin necesidad de
que llegue reclamar nuestra ayuda formalmente?
Sor Teresa de Jesús Cadarso O.P.