No rechacemos la invitación de Dios


No rechacemos la invitación de Dios

No seamos como los invitados a la boda que no hicieron caso, unos prefirieron cuidar sus negocios, otros rechazaron a los mensajeros hasta matarlos. Provocaron así su propia ruina y que se invitara a otros.
Es una parábola que Jesús dirige a los sumos sacerdotes y a los senadores del pueblo, la flor y nata de la sociedad en una cultura en que había práctica identificación entre el trono y el altar. El mensaje es claro: ellos y su pueblo, buenos conocedores de la Ley, no han reconocido en Jesús al Mesías enviado por Dios; son otros los que sí lo aceptan (no tienen necesidad de médico los –que se creen– sanos sino los enfermos); en conclusión: «muchos son los llamados, pero pocos los elegidos».
En realidad, son dos parábolas, una de los invitados a la boda (vv. 1-10) y otra del invitado que no vestía dignamente (vv. 11-14). La primera se refiere a los llamados y la segunda a los elegidos. La salvación de Dios se ofrece de manera universal, en figura de una boda de Dios con la humanidad, de Cristo con su Iglesia, pero obtiene muy diferentes respuestas; hay convidados, de los que se termina diciendo «no se la merecían», y hay todos los que los criados encontraron por los caminos, malos y buenos.
No basta ser convidado, hay también que ser elegido. No basta ser cristiano de toda la vida y pertenecer a la Iglesia, es necesario “llevar el traje de fiesta” (revestirnos de Cristo, como decía san Pablo), esto es, una vida moralmente coherente y con obras concretas que sean muestra de la fe que profesamos. No pensemos en un cristianismo fácil y sin exigencias, en el que todo vale y Dios siempre perdona; podemos terminar como el que «no abrió la boca» cuando le preguntaron por su vestido y fue «arrojado fuera, a las tinieblas».
Fray José Antonio Fernández de Quevedo