Una de nuestras lectoras vía instagram nos solicitó que publicaramos este tema, espero les guste:
En las normas recogidas en la introducción del
Misal Romano, cuando se explica el comportamiento que hay que tener en el momento
de la proclamación del Evangelio, se establece que el diácono o el sacerdote
que anuncia la Palabra, tras haber realizado el signo de la cruz sobre la
página del Leccionario, debe signarse en la frente, en los labios y en el
corazón. El triple signo de la cruz debe realizarlo también por la Asamblea.
Todo esto no debe ser considerado un mero gesto ritual, sino una fuerte llamada
que la Iglesia quiere hacer para subrayan la gran importancia que debe darse al
Evangelio.
La Palabra de Dios, que es siempre la luz que debe
iluminar el camino de los creyentes, debe ser acogida en la mente, anunciada
con la voz, conservada en el corazón. Todo esto debe recordarnos que debemos
empeñarnos en comprender la Palabra de Dios con atención e iluminada
inteligencia. Esta debe ser anunciada y proclamada por todo cristiano, porque
la evangelización es un deber de todos los bautizados. Debe ser amada y
custodiada en el corazón para convertirse después en norma de vida.
Todos somos invitados a examinarnos de cómo acogemos
el Evangelio, de cómo nos comprometemos en el anuncio de este mensaje, de cómo
conformamos nuestra vida a sus indicaciones. Somos llamados a ser un “Evangelio
ilustrado”, “el quinto Evangelio”, no escrito con tinta, sino con nuestra
propia vida. Acojamos con la mente, anunciemos con los labios, conservemos en
el corazón, el tesoro de la Palabra y, a lo largo de este camino, confiémonos
al Señor para ser reflejo de la verdadera luz en medio de las tinieblas del
mundo de hoy.
Cuando nos santiguamos haciendo sobre nosotros la
señal de la cruz, nos señalamos como miembros de Jesucristo y de su Iglesia;
ponemos a Dios en nuestra vida; le ofrecemos lo que somos, hacemos y tenemos.
Mostrar la cruz es predicar que hay que morir para tener vida.
La señal de la cruz es un gesto ritual, utilizado
por diversos grupos del cristianismo (iglesias ortodoxas orientales,
catolicismo, anglicanismo, luteranismo y en ciertos rituales en el metodismo,
presbiterianismo y en las iglesias reformadas). También se usa en diversas
expresiones de sincretismo religioso, influenciadas por el cristianismo. Las
denominaciones cristianas formales le asignan al gesto diversos propósitos:
Inicio y cierre de sus oraciones y actos
religiosos.
Fórmula de invocación de la divinidad.
Saludo ante lugares, objetos e imágenes (en el caso
de las denominaciones cristianas que las usan) que son consideradas venerables
o santas.
Señal de bendición sobre personas o cosas.
Para conjurar de la hipotética presencia del mal en
una situación, idea o lugar, así como en la realización de exorcismos, con el
supuesto fin de expulsar demonios que, según la creencia, se introducirían en
algunas personas (en el caso de las iglesias que realizan dicha práctica).1
Desde el punto de vista de la kinésica se puede
considerar un "gesto emblemático", por su contenido simbólico
convencional.
Algunos cristianos lo definen como un "signo
sacramental". Para los prosélitos, el sentido original de la señal sería manifestar
su fe en que Cristo los redimió al ser ejecutado por los romanos en una cruz.
Persignarse
sería una costumbre cristiana que se remonta al siglo III o al menos el VI.
El gesto
El gesto de hacer la señal de la cruz consiste en
dibujar una cruz imaginaria con la punta de dos o tres dedos de una mano.
Consta de dos movimientos: el primero se realiza de arriba abajo y el segundo
de izquierda a derecha (católicos) o de derecha a izquierda (ortodoxos). El
acto es conocido como "persignar", si se hace sobre una persona, y
"bendecir", si es sobre una cosa o en una dirección vaga.
Cuando la acción corresponde a un ritual o gesto
espontáneo destinado a sanar la enfermedad o conjurar los problemas de un
tercero se le llama "santiguar".
Puede hacerse en silencio o acompañado de una
fórmula verbal de oración, cuyo texto se compone de versos de métrica dominada
por el acento rítmico anapéstico.
Habitualmente el prosélito se persigna a sí mismo,
tocando partes de su cuerpo que corresponderían a los extremos de la mencionada
cruz imaginaria. Cuando esta operación se realiza en series repetitivas, se
entiende popularmente que la persona siente arrepentimiento de sus acciones
pasadas o trata de invocar protección divina sobre sí.
El mismo gesto serial es, en las formas lúdicas o
narrativas de comunicación, un signo convencional de problemas interiores,
preocupación frente a sucesos inminentes o expresión de sentimiento de
escándalo moral por las conductas ajenas.
Aspersiones
Los sacerdotes cristianos y chamanes de otras
religiones que usan la señal de la cruz suelen realizar este gesto ritual
sosteniendo un recipiente de líquido, abierto o agujereado, en la mano activa.
Se entiende que sobre la cosa, lugar o persona que salpica el líquido se hará
efectiva la protección invocada.
En el caso de los sacerdotes católicos y ortodoxos
esta aspersión se realiza con agua bendita, es decir agua sobre la que se ha
orado y hecho la señal de la cruz una vez al año: la medianoche del sábado de
la semana del primer plenilunio de primavera en hemisferio norte, o
"Sábado Santo".
Los chamanes o iniciados de expresiones sincréticas
usan además bebidas alcohólicas, las que en ocasiones se derraman haciendo la
señal sobre la tierra, como ofrenda a los muertos o solicitud de prosperidad.
Por ejemplo en la comunidad quechua de Potosí,
Bolivia, se realiza un suerte de bautizo domestico mediante aspersiones de agua
salada sobre recién nacido.
El rito también se realiza esparciendo tierra, sal,
queroseno o carbón.4
Forma corta (Santiguarse)
Existen dos fórmulas con la que los prosélitos
realizan la señal de la cruz, una abreviada y otra extendida. En la fórmula corta,
los creyentes hacen una enumeración de los componentes de la Trinidad, que de
acuerdo a sus dogmas constituiría un desglose de la Divinidad en tres
diferentes "personas" o advocaciones:
En el nombre del Padre, y del Hijo y del Espíritu
Santo. Amén".
Que en latín se dice: In nomine Patris,et Filii, et
Spiritus Sancti. Amen.
El Amén, "así sea", cierra reafirmando el
conjunto de las declaraciones precedentes.
En muchas ocasiones este contenido semántico,
invocativo y taxonómico a la vez, no es el mensaje principal del gesto.
Los católicos, al persignarse, nos vamos tocando las
siguientes partes corporales:
En la sílaba "pa" de la palabra
"Padre", la frente;
en la sílaba "hi" de la palabra
"Hijo", el vientre;
en las sílabas "pi" y "san" de
"Espíritu" y "Santo", ambos hombros.
Es decir, salvo por la sílaba "nom" del
inicio, se realiza un tocamiento por cada acento prosódico de la oración.
Al pronunciarse "amén" se suele besar, en
la mano activa, la unión del pulgar y la primera coyuntura del dedo índice, sin
embargo debe ponerse la palma de la mano activa en el pecho.
Forma larga (Persignarse)
En la versión extendida, usada por ejemplo en el
rosario mexicano, la fórmula verbal es:
Por la señal de la santa cruz de nuestros enemigos líbranos,
Señor, Dios nuestro. En el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo. Amén.
Que en latín es:
Per signum Sanctae Crucis de inimicis nostris libera nos, Domine Deus
noster. In nomine Patris, et
Filii, et Spiritus Sancti. Amen.
Los prosélitos, al persignarse usando esta fórmula,
dibujan imaginariamente tres cruces pequeñas, que corresponden a los primeros
tres primeros versos:
La primera cruz sobre la frente (Por la señal de la
Santa Cruz);
la segunda sobre la boca (de nuestros enemigos);
la tercera al abdomen (líbranos, Señor, Dios
nuestro).
Los movimientos de la mano tratan de seguir el ritmo
dactílico de los acentos de estos tres primeros versos.
Se entiende este acto como una manifestación de
buenas intenciones, e invocación de la acción de la divinidad, con el fin de
mantenerse libre de:
Malos pensamientos (simbólicamente, la frente);
malas palabras (la boca);
malos sentimientos (el corazón).
La fórmula larga concluye, al expresarse los
últimos 3 versos y el "amén", con la misma manera y pasos descritos
para la fórmula corta.
Normalmente la recitación se efectúa en dos tempos
diferentes. Los primeros 3 versos en un ritmo rápido, los tres últimos más
lento.
La señal de
la cruz, el inicio de toda oración
Porque no me envió Cristo a bautizar, sino a
predicar el Evangelio. Y no con palabras sabias, para no desvirtuar la cruz de
Cristo. Pues la predicación de la cruz es una necedad para los que se pierden;
mas para los que se salvan -para nosotros- es fuerza de Dios. Porque dice la
Escritura: Destruiré la sabiduría de los sabios, e inutilizaré la inteligencia
de los inteligentes. ¿Dónde está el sabio? ¿Dónde el docto? ¿Dónde el sofista
de este mundo? ¿Acaso no ha convertido Dios en necedad la sabiduría del mundo?
De hecho, como el mundo mediante su propia sabiduría no conoció a Dios en su
divina sabiduría, quiso Dios salvar a los creyentes mediante la necedad de la
predicación. Así, mientras los judíos piden señales y los griegos buscan
sabiduría, nosotros predicamos a un Cristo crucificado: escándalo para los
judíos, necedad para los gentiles; mas para los llamados, lo mismo judíos que
griegos, un Cristo, fuerza de Dios y sabiduría de Dios. Porque la necedad
divina es más sabia que la sabiduría de los hombres, y la debilidad divina, más
fuerte que la fuerza de los hombres (I Corintios 1, 17-25).
Es lógico comenzar esta serie de doce cartas sobre
la oración cristiana de la misma forma con la que iniciamos toda oración: con
la señal de la cruz. Comenzamos a rezar “en el nombre del Padre y del Hijo y
del Espíritu Santo, Amén”. Invocamos a la Santísima Trinidad e iniciamos
nuestra oración en su nombre. Recordamos así el centro de nuestra fe recibida
en el Bautismo (Mateo 28, 19). Al hacer un ofrecimiento de obras al inicio del
día para dar un sentido sobrenatural a todas nuestras actividades; al empezar
un examen de conciencia que, más que simple contabilidad moral, es un acto de
diálogo con Dios, Padre de misericordia; en el inicio del rezo del Angelus; en
las primeras palabras de la Misa: siempre está presente la señal de la cruz y
la invocación a Dios, Padre, Hijo y Espíritu Santo, de quien procede toda
bondad y a cuyo santo nombre nos confiamos.
Rezamos en nombre de Dios y este “nombre” encierra
en sí toda la misteriosa realidad de “Aquel que es el que es” (Éxodo 3, 13-15)
y no necesita de nada ni nadie. El Catecismo de la Iglesia Católica explica muy
bien la profundidad que encierra el nombre de Dios: A su pueblo Israel, Dios se
reveló dándole a conocer su Nombre. El nombre expresa la esencia, la identidad
de la persona y el sentido de su vida. Dios tiene un nombre. No es una fuerza
anónima. Comunicar su nombre es darse a conocer a los otros. Es, en cierta
manera, comunicarse a sí mismo haciéndose accesible, capaz de ser más
íntimamente conocido y de ser invocado personalmente... Al revelar su nombre
misterioso de YHWH, "Yo soy el que es" o "Yo soy el que
soy" o también "Yo soy el que Yo soy", Dios dice quién es y con
qué nombre se le debe llamar. Este Nombre Divino es misterioso como Dios es
Misterio. Es, a la vez, un Nombre revelado y como la resistencia a tomar un
nombre propio, y por esto mismo expresa mejor a Dios como lo que Él es, infinitamente
por encima de todo lo que podemos comprender o decir: es el "Dios
escondido" (Isaías 45, 15), su nombre es inefable (Cf Jueces 13, 18), y es
el Dios que se acerca a los hombres. Al revelar su nombre, Dios revela, al
mismo tiempo, su fidelidad que es de siempre y para siempre, valedera para el
pasado ("Yo soy el Dios de tus padres", Éxodo 3, 6) como para el
porvenir ("Yo estaré contigo", Éxodo 3, 12). Dios, que revela su
nombre como "Yo soy", se revela como el Dios que está siempre allí,
presente junto a su pueblo para salvarlo (Catecismo de la Iglesia Católica 203
y 206-207).
La señal del cristiano es la señal de la cruz. En
ella murió Nuestro Señor Jesucristo para alcanzarnos la salvación eterna. Así,
la cruz se ha convertido en signo de esperanza y de victoria. Es el símbolo de
la victoria de Jesucristo, una victoria que descubrimos en la resurrección
después de haber visto a Jesús sufrir una aparente derrota, la más cruel. La
cruz es el icono de Jesucristo y el indicio de la vida eterna que nos espera.
Toda esta riqueza de significado hace que mostremos con orgullo y llevemos con
amor este instrumento de tortura que para nosotros es mucho más que eso, es un
instrumento de amor. La cruz que llevamos y la cruz que señalamos, sobre la
frente o el pecho, es símbolo de aquella que nos pide tomar Jesucristo para ser
sus discípulos auténticos: “Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí
mismo, tome su cruz y sígame” (Mateo 10, 38; 16, 24; Marcos 8, 34; Lucas 9, 23;
14, 27). Los contemporáneos de Jesús no entendieron aquella petición que sólo
se aclaró cuando vieron al Maestro morir sobre una cruz y resucitar. Entonces
comprendieron que el secreto del seguimiento de Cristo está en morir a sí mismo
para tener vida (Marcos 8, 35); perder la vida por Jesucristo y por su
Evangelio es salvarla.
En el capítulo 9 (versículos 4-7) del libro del
profeta Ezequiel, encontramos un texto enigmático donde aparece por primera vez
la señal de la cruz. Es el primer lugar de la Biblia en que se cita esta
palabra. Dios envía un castigo contra los idólatras, pero respeta a los que han
recibido la señal de la cruz en su frente, aquellos que no compartieron las
idolatrías y las abominaciones. En el libro de los Números se nos relata una
situación similar que el propio Jesucristo interpreta como un símbolo de lo que
será la salvación por la cruz (Juan 3, 14-15). Dios había castigado con
mordeduras de serpiente al pueblo de Israel que caminaba por el desierto y no
dejaba de quejarse contra Dios. Habían muerto ya muchos israelitas y pidieron
perdón a Dios. Moisés intercedió por el pueblo y Dios le dijo que hiciera una
serpiente de bronce y la pusiera sobre un mástil. Los que miraran a la
serpiente de bronce quedarían curados: “Hizo Moisés una serpiente de bronce y
la puso en un mástil. Y si una serpiente mordía a un hombre y éste miraba la
serpiente de bronce, quedaba con vida” (Números 21, 9). Los israelitas tentaron
al Señor (I Corintios 10, 9), como tantos hombres lo han seguido tentando y
desafiando a lo largo de la historia. La cruz de Jesucristo es la respuesta
misericordiosa de Dios a la rebeldía del hombre: “Y como Moisés levantó la
serpiente en el desierto, así tiene que ser levantado el Hijo del hombre, para
que todo el que crea tenga por él vida eterna” (Juan 3, 14-15).
La cruz de Jesucristo es, a la vez, la señal del
libro de Ezequiel para los que aman a Dios y están libres de culpa y, al mismo
tiempo, la serpiente de bronce de Moisés para que los pecadores puedan volver a
Dios. Estos últimos, sin la cruz, estarían perdidos para siempre, sufriendo en
sus vidas los efectos de la desobediencia a Dios. Pero Él canceló nuestros
cargos (Colosenses 2, 14). Llevar la cruz es llevar el signo de salvación y de
vida eterna que Dios nos ha entregado. Hacer la señal de la cruz es manifestar
el perdón y la misericordia de Dios. Por ello, en el sacramento de la
reconciliación, la absolución de los pecados se acompaña con la señal de la
cruz, (Concilio de Trento, 25-XI-1551, Doctrina sobre el sacramento de la
penitencia, cap 3. 5 y 6; Dz 896 y 899-902): “La fórmula sacramental: “Yo te
absuelvo …”, y la imposición de la mano y la señal de la cruz, trazada sobre el
penitente, manifiesta que en aquel momento el pecador contrito y convertido
entra en contacto con el poder y la misericordia de Dios” (Juan Pablo II,
Exhortación Apostólica post-sinodal Reconciliatio et Paenitentia 31,
2-XII-1984).
La cruz es signo de obediencia. Jesucristo muere en
ella por obediencia a la voluntad de Dios. San Pablo lo ilustra perfectamente
en el himno cristológico de su epístola a los filipenses: “Tened entre vosotros
los mismos sentimientos que Cristo: El cual, siendo de condición divina, no
retuvo ávidamente el ser igual a Dios. Sino que se despojó de sí mismo tomando
condición de siervo haciéndose semejante a los hombres y apareciendo en su
porte como hombre; y se humilló a sí mismo, obedeciendo hasta la muerte y
muerte de cruz. Por lo cual Dios lo exaltó y le otorgó el Nombre que está sobre
todo nombre. Para que al nombre de Jesús toda rodilla se doble en los cielos,
en la tierra y en los abismos, y toda lengua confiese que Cristo Jesús es Señor
para gloria de Dios Padre” (Filipenses 2, 5-11). San Pablo nos invita a
apropiarnos de la humildad y la obediencia de Jesucristo, a hacerlas nuestras.
La obediencia humilde es signo de auténtica presencia de Dios en el alma, es
indicio de santidad auténtica. La obediencia de Cristo fue la que nos redimió.
María también obedeció (Lucas 1, 38). La Iglesia es obediente a la revelación
de Dios en Jesucristo y esta obediencia amorosa requiere muchas veces de la
cruz vivida por amor. Obedecer es amar (Juan 14, 15; 14, 21; 14, 23; 15, 24) y,
muchas veces, es también sufrir, pero este sufrimiento en la obediencia nos
asocia a la cruz de Jesucristo y hace más auténtico nuestro seguimiento del
Maestro de Nazaret, Dios y hombre a la vez. La cruz sin obediencia es cruz sin
Cristo.
La cruz es signo de persecución e incomprensión.
Los hombres de tiempos de Jesús querían que bajase de la cruz para creer en Él
(Mateo 27, 42; Marcos 15, 32), querían la salvación sin la cruz (Marcos 15,
30), y parece que esta tendencia continúa muy arraigada en el hombre. Así lo
señala el Papa Juan Pablo II en el número 1 de la Carta Encíclica Ut unum sint:
“¡La cruz! La corriente anticristiana pretende anular su valor, vaciarla de su
significado, negando que el hombre encuentre en ella las raíces de su nueva
vida, pensando que la cruz no puede abrir ni perspectivas ni esperanzas: el
hombre, se dice, es sólo un ser terrenal que debe vivir como si Dios no
existiese”. También a los cristianos nos toca esta tentación de rechazar la
cruz. Queremos creer, pero con una fe sin cruces. Queremos salvación, pero
salvarnos sin renunciar a nada, mucho menos a nosotros mismos. Volvemos a ver
la cruz como un signo de oprobio. Sin embargo, sin cruz, ni la salvación ni la
fe son auténticas. Si queremos ser seguidores de Jesucristo, tenemos que
aceptar la cruz, pero viéndola ya como un signo de gloria, como san Pablo: “En
cuanto a mí ¡Dios me libre de gloriarme si no es en la cruz de nuestro Señor
Jesucristo, por la cual el mundo es para mí un crucificado y yo un crucificado para
el mundo!” (Gálatas 6,14). Es signo de gloria porque en ella está la salvación
y el centro de nuestra fe. La primera predicación de la Iglesia, según podemos
ver en el anuncio del kerigma en los Hechos de los Apóstoles, se centra en la
crucifixión y resurrección de Jesucristo (Hechos 2, 23-24; 3, 15; 4, 10; 5,
30). La cruz es el signo de los verdaderos seguidores de Jesucristo, de los
ciudadanos del Cielo (Filipenses 3, 18-21).
Si la señal de la cruz nos distingue como
cristianos, hay otro elemento que también nos debe distinguir: aquel por el que
todos deben conocer que somos discípulos de Cristo, el amor: “Os doy un
mandamiento nuevo: que os améis los unos a los otros. Que, como yo os he amado,
así os améis también los unos a los otros. En esto conocerán todos que sois
discípulos míos: si os tenéis amor los unos a los otros” (Juan 13, 34-35). Amar
como nos amó Jesucristo significa dar la vida por los demás. Este debe ser el
signo de los cristianos. La cruz debe ir siempre acompañada del amor. Jesucristo
murió en ella por amor a los hombres y nosotros hacemos de ella un signo del
amor de Dios a cada ser humano y de nuestro deseo sincero de imitar ese amor de
Dios a cada hombre. El amor a nuestros hermanos nos exige un sacrificio que va
unido a la cruz de Cristo, y la cruz de Cristo nos exige una respuesta continua
que no puede hacer a un lado el amor al prójimo. La cruz es signo de unidad
(Efesios 2, 16), de paz y reconciliación (Colosenses 1, 18-20). Junto a ella
encontramos a María, nuestra Madre amorosa, entregada a nosotros por Jesucristo
en un acto de amor muy especial (Juan 19, 25-27).
Cuando nos santiguamos haciendo sobre nosotros la
señal de la cruz, nos señalamos como miembros de Jesucristo y de su Iglesia;
ponemos a Dios en nuestra vida; le ofrecemos lo que somos, hacemos y tenemos.
Mostrar la cruz es predicar que hay que morir para tener vida. Los primeros
misioneros que llegaron a América usaban cruces grabadas para enseñar la fe. La
cruz es signo de fe auténtica, de esperanza cierta, de amor sincero y generoso.
Es resumen de la enseñanza de Jesucristo. Todos estos significados sobre los
que hemos reflexionado están presentes cuando hacemos la señal de la cruz.
Hacer ese signo sobre nosotros o portarlo en el pecho es ofrecer a Dios nuestra
vida y manifestar al mundo nuestro deseo de seguir e imitar a Jesucristo.
Santiguarse o signarse es la primera oración del cristiano.
Fuente: Aaleteia, Catholic.net, Wikipedia